Otro anochecer

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El cielo es de un oscuro claro,

tu reflejo que impregna mis ojos,

hoy tan cansados.

Camino en soledad por estas calles en calma,

abandonada a mi continua desazón,

pensando en el sol que se acuesta,

en mis labios que no besan.

El cielo permanece claro ante la oscuridad inminente

y, mientras, yo paseo,

como la niña ausente que siempre he sido.

No te fíes de sus palabras ni de tus propios reflejos,

el miedo acaba apareciendo.

Elisa Pont

LA EXTRAÑEZA DEL RECUENTRO

De tanto en tanto, la tierra produce un sabio, rezaba la lápida mugrienta de este desconocido, a la que el tiempo y la vida misma habían desgastado hasta borrar su nombre y sus apellidos; apenas quedaba escrita esta frase, también roída por las inclemencias de la intemperie y del abuso. El silencio sumía al lugar en una soledad aterradora, desprovista de cualquier signo humano, a excepción de nuestro protagonista que, pese a la lluvia incesante, continuaba impertérrito ante la tumba, puede que vacía después de tantos años, sumido en esa añoranza cruel del que se ve abocado al exilio, deseando que también a él lo recordasen así. No obstante, y pese a sus esfuerzos incansables, sabía que jamás nadie le tendría en tan alta estima, en tan alta consideración. Apoyado sobre su bastón, ya cansado, miraba aquellas palabras mientras se convencía de que sus escritos, cuando muriese, desaparecerían con él.

De tanto en tanto, la tierra produce más de un sabio, escribieron en su lápida años más tarde. Se escuchó, llegado desde ninguna parte, un suspiro de satisfacción.

Elisa Pont

Tercer premio en el II Concurso de Microrelatos «Sergio Besser»

Adieu

El padre duerme. Sus ronquidos, como gemidos extraídos de un pozo sombrío, se atenúan cuando Ana María le roza el antebrazo, pero nunca desaparecen. El estómago hinchado por el vino y la edad sobresale de entre las sábanas, enredadas en un cuerpo sudoroso y fuerte, de espalada ancha y peluda, que ahora dormita apaciblemente a causa del cansancio. Demasiado esfuerzo vomitivo.

La hija, apretada en esa misma cama, sigue sin poder dormir, a pesar del deterioro físico, de la tensión acumulada en sus delgadas piernas. Tiene los ojos hinchados, enrojecidos por el llanto silencioso, pero su cuerpo menudo se mantiene firme, sin vacilar. El ambiente es cálido y a través de la ventana se adentran las primeras luces rojizas del amanecer. El silbido del mar en calma se entremezcla con la respiración desacompasada del padre, ensuciando así la pureza del agua salada.
Ana María, tan cansada, se levanta de la cama, con sigilosos pasos de niña. Se echa una bata por encima de los hombros desnudos, y descalza, baja hasta la cocina. Allí prepara café, como todas las mañanas de su vida. Huele parecido a la lejía, a comida rancia, y ahora también a café adulterado. Ana María oye su despertar, quejumbroso, y la pesadez de sus pasos encaminarse hacia las escaleras. Cierra los ojos, respira entrecortadamente. Sus labios todavía conservan el regusto a alcohol. «Niña, el café», le grita a sus espaldas. Ella, con sumo cuidado, le acerca la taza y sus manos agrietadas le rozan de nuevo el cuerpo. Siente náuseas. El padre coge el café y se sienta en la única silla de la estancia, con los pantalones aún desabrochados. La brutalidad de la escena es repugnante.

El silencio se apodera de Ana María, que es incapaz de apartar la mirada de aquella taza, ya vacía. El frío le atraviesa la carne pero aún así está sudando. Con disimulo se acerca a su padre y le quita la taza de las manos. Él la mira entre indignado y lascivo, pero la deja hacer. Ana María, la pequeña y sensible Ana María, se despoja de la bata, se arrodilla ante su padre y le concede un último instante de placer. El hombre entrecierra los ojos y abre la boca con cada movimiento, con cada nuevo impulso. El éxtasis le produce una sensación de mareo, se siente desfallecer. Y de pronto, todo termina. Ana María se levanta, con las rodillas algo entumecidas, y con la bata se seca la boca. Mira a su padre a los ojos, con tristeza, y una cínica mueca se le dibuja en la cara. Su corazón ha explotado y, por fin, la bestia ha muerto.

Elisa Pont

El «Gran viernes»

Vi tu rostro al morir, tu cabeza aplastada contra la acera, la sangre brollando y cayendo, derramada junto a tu cuerpo ya inerte, sin vida, tan pálida tu piel y tus labios. Vi tu rostro segundos antes de morir, el miedo anegando tus ojos, el rictus impenetrable de tu mirada. Te oí también gritar, amarga y desesperadamente, quizá porqu intuías que iban a por ti, que en cierta manera ya estabas muerto, y poco importaba lo que pudieses hacer. Fui testigo de las torturas y de las vejaciones, de cada una de las patadas que te asestaron, de los golpes y de los insultos; aquí, desde mi guarida secreta, vi como te dispararon sin compasión ni remordimientos, casi con la misma serenidad con la que cada día me enfrento a mi trabajo.

Aquel día, en aquella plaza abarrotada de jóvenes y de espíritus combativos, yo también tuve miedo, también estuve a punto de morir, pero no sé por qué motivo, ni sé a quién debería agradecérselo, me salvé, conseguí salir vivo de aquella batalla campal. A través del visor de mi teleobjetivo, yo también vi las armas de cerca, casi llegué a sentir su olor a plástico quemado, su rugosidad palpable al tacto. El miedo no consiguió paralizarme, al contrario, hizo que mi instinto se agudizara y, sin descanso, empecé a fotografiar la barbarie que me rodeaba. Hice tantas fotografías que luego, a la mañana siguiente, o puede que ya por la tarde, no lo recuerdo con claridad, apenas tuve tiempo para seleccionarlas antes de enviarlas a la agencia, de cederlas para siempre bajo un anonimato involuntario. Y al terminar, exhausto y hambriento y dolorido, me tumbé sobre la cama de aquel hostal hoy desaparecido, y mientras recordaba, veía de nuevo tu rostro, mi mente bombardeada por la sangre y el dolor, por imágenes que serían ya imborrables. Te veía y te oía llorar aunque ya estabas muerto. Y como a ti, vi a otros tantos muchachos asesinados aquel mes de abril, olvidados ya por un país que hoy continúa luchando.

Elisa Pont

Haití hoy

FEDERICO-Hai-Take-it-easy

«Take it easy», de Federico Salsi (Haití)

Miren a los niños. Aunque se les vaya la vista al azul potente del cielo, despejado pero provisto de unas cuantas nubes amenazantes, como de tormenta tardía y leve. Parece de día y aún así el sol está escondido, puede que a este lado, donde el fotógrafo con los pies embarrados. Olvídense de ese verdor a rachas de la naturaleza, de los árboles y de los matorrales, de toda esa ingente cantidad de plantas verdosas, oscuras como de bosque pero también claras como de selva, que crecen sin contemplaciones por esa anegada e inservible carretera en el que alguno podría perderse y no volver. O al menos tardar en hacerlo.

No caigan en la simpleza de concentrarse en el hombre situado en primer plano, con esa camisa blanca tan impoluta, tan impropia del campo, y que al mismo tiempo parece no desentonar con el conjunto de la fotografía, quizá por la furgoneta del fondo, también blanca. Insisto. No se dejen llevar por esos brazos musculosos que empuñan una azada, ni tampoco por la figura esbelta del compañero de atrás que también con brío pero quizá con menos fuerza, incluso puede que con menos destreza, se afana en aplanar la tierra. Pienso que la obligación, las prisas y hasta el calor les impiden levantar el rostro, percatarse de lo que pasa a su alrededor, como por ejemplo de esta fotografía. ¿Sabrán de su existencia? Les pido, si me dejan, que eludan mirar el agua estancada, el casi reflejo de la furgoneta en el charco central, las rocas que se acumulan en los extremos de este riachuelo improvisado, que mancha los pies descalzos de los niños.

Y ahora sí, ahora sí fíjense por fin en los niños, los verdaderos protagonistas de esta imagen tan vulgar, tan mundana como que podría no haberse tomado en Haití, sino en cualquier otro país latinoamericano, incluso en algún arrozal asiático o en alguna aldea africana donde el barro, como en mi casa, es amarronado y denso y a veces apesta. Qué les voy a contar del barro si seguro que alguna vez lo han pisado, ensuciándose sus zapatos o sus tacones, incluso los calcetines, y seguro que no de tan pequeños como estos niños. El de la derecha, con camisa roja y los brazos apoyados sobre la cabeza, con la mirada fija en sus amigos –o no tanto–, parece absorto en sus pensamientos, alejado del suelo, completamente ajeno a esta estampa de trabajo a destiempo. Casi diría que tiene el ceño fruncido, entre enfadado e indignado por la camaradería de los otros niños que, con pose idéntica, desafían al espectador. Uno porque observa atento el trabajo de desescombro del hombre y su azada, un pie hundido en el charco, el otro con barro reseco ya adherido a la piel; y el otro porque nos interpela directamente, con un semblante de extrañeza y de curiosidad repentina, pero también con cierta desconfianza, como si ninguno de nosotros estuviese invitado hoy, que es ya mañana. Y por último, el pequeño del fondo, de espaldas, que lleva una camisa por vestido y que también anda descalzo, investigando el mundo insolente y peligroso que le rodea. Su rostro seguirá siendo un misterio.

Esto es Haití hoy, señores, donde los niños siguen siendo niños y siguen pasando hambre y frío y miedo. Donde la vida sigue asustando tanto como ayer.

Elisa Pont

Días

Hay días que directamente no deberían existir. Otros que quizá mejor sería no recordar, por pena o por dolor o por simple bajeza emocional. La pereza se expande tan repentinamente que tu voluntad es incapaz de reaccionar a tiempo, y luego se anquilosa como un parásito abominable del que reniegas, pero al que alimentas cotidianamente.

Y hay otros días que son interminables, horas asfixiantes, que por propia naturaleza deberían postergarse, acontecer justo en ese instante idóneo de acoplamiento del cuerpo con el alma. Pero de momento la ambición sigue siendo un propósito.

Y los días detestables se acumulan, irremediable y agotadoramente, en parte porque tú mismo permites que proliferen. Y como días, hay también reflexiones que escritas pierden contundencia pero no razón de ser.

Elisa Pont

Carta de amor

A quien interese:

El amor no existe. Existe solamente la percepción del amor, la vaga sensación de dicha que produce, el éxtasis del sexo con cariño, que no con amor, sino quizá y con suerte, con algo parecido. Existe, también, el dolor causado por el amor, esto es, el manido y temido y hasta deseado desamor. Las más bellas historias son siempre trágicas porque de una forma u otra, aunque nos cueste admitirlo, estamos abonados a la fatalidad.

Por otro lado, como producto cultural y casi cívico, está la preocupación por no encontrar el amor. Ahí se concentran nuestros sueños y nuestras esperanzas, en esa imposibilidad de realizarse como persona sin esa otra a la que llamar mi amor. ¡Cuánta mentira y cuánta razón al mismo tiempo! La vida que se nos gasta en una constante búsqueda, a veces infructuosa y otras no, pero siempre golpeada por la soledad y la frustración. La amargura es propia del ser humano, pese a la inconsciencia que nos regala el romanticismo.

Podemos entender el amor como deseo, como falta, al igual que hacía Proust. O bien, decantarnos por el pensamiento nietzscheano y entender el amor como carencia, como deseo de posesión. El primero, nos mueve en pro de la satisfacción del deseo de poseer aquello de lo que carecemos; el segundo, entiende el amor como el anhelo por conseguir aquello que ansiamos y dominarlo, ostentar así el poder sobre el ser amado. Y ambos, confluyen en la absurdez y la imposibilidad de satisfacer nuestros deseos, pues nunca será suficiente ya que siempre se anhelará aquello que no poseemos, y una vez se posea, alcanzando así nuestra meta, perderemos el interés. Y otra vez vuelta a empezar. Porque como bien nos avisaron ya, la satisfacción no se siente en lo que se posee, sino en el acto de poseer.

Repito alzando la voz que el amor no existe, que es todo una burda patraña, un engaño. Que si yo te quiero y tú no, que si ahora sí me quieres pero yo ya no, y así un día tras otro, un tiempo malgastado y sufrido, una vida que se acaba. Y aún así, no sabríamos vivir sin amar, lo cual no implica morir por amor.

Y como consejo final, si me dejan, les diré que dejen de buscarlo, o hagan que aparezca, e incluso invéntenlo si es preciso. Alguien me contó una vez que sí sintió un amor profundo y pleno, y que a esa unión le debo mi existencia.

Una mujer enamorada hasta las trancas.

Atardecer

Cielo Godella

Te descubro una tarde. Aquí sentada en mi escritorio, como cualquier otra, en este refugio contra el tiempo que he ideado. Sin tu permiso.

Te descubro esa tarde y no puedo evitar mirarte, escondido en el tejado, en ese no lugar inaccesible e impenetrable del que tanto me hablas, pero al que me prohíbes acercarme.

Qué incoherencia, qué falta de exactitud.

Tienes miedo de mi reacción, por eso sigues ahí agazapado observándome, entre asustado y curioso y preocupado. Aunque llevabas tiempo esperándome te he sorprendido, lo sé.

Lo sé todo de ti y aún así no te conozco. A ti te pasa lo mismo conmigo, ¿verdad? Queremos y no queremos, y con esa eterna duda moriremos algún día.

Elisa Pont

(Co)incidencia

Me pregunto de quién es la culpa. Si es que existe algún culpable cuando se trata de la desazón humana. Se nos intenta convencer de que las cosas son así, pero no han de ser así. No siempre.

Una estación de metro cualquiera, un día de septiembre cualquiera. Estoy al otro lado de las vías, separada por una oxidada valla de metal, y desde aquí les veo sentados en un banco de madera caliente y áspera. ¿Qué hacen?, me pregunto. Nada. Sólo están. Sentados. Algunos fuman, otros miran en rededor, buscando a alguien o entreteniendo la mirada. Ahora hablan, pero tampoco mucho. Supongo que tendrán pocas cosas qué decir, y demasiado tiempo para pensar. 

Sigo mirándoles, casi abusando de su intimidad. Ellos se dan cuenta, todo hombres, jóvenes todavía, y con sus ojos cansados y algo truculentos me devuelven la mirada. Hay hostilidad y desconfianza. Y no les juzgo. 

Como ellos, más de cuatro millones de personas vagan por las calles sin empleo. La crisis económica en nuestro país ha destruido más que puestos de trabajo, y está minando la autoestima y el carácter de las gentes. La educación, la sanidad y los servicios sociales son otras de sus víctimas. Cuesta remontar y salir adelante, y la situación es complicada y las soluciones que nos proponen ya no alcanzan. El periodista y escritor Ryszard Kapuscinski contaba en uno de sus libros más célebre, Ébano, lo siguiente: le aterrorizaba y sorprendía cómo las personas en África caminaban sin rumbo fijo, yacían en la tierra y descansaban en las calles sin más propósito que ése, el de estar; mientras que en la cuna del capitalismo, los transeúntes se movían de un lado para otro, siempre perseguidos por el tiempo, con un punto que alcanzar y un objetivo que cumplir. El mundo es extraño. 

Sigo en la parada, ya a apunto de subir al metro. Y tras las puertas, me giro y les miro por última vez. Ellos se quedan, y yo me voy. Y puede que otro día, a otra hora, vuelva a encontrármelos. 

Elisa Pont.

 

 

 

 

Cada tanto, todo vuelve como ahora…

Todavía siente el sabor metálico de la sangre entre sus dientes. Se divierte moviendo la lengua mientras succiona, de forma algo convulsa, los últimos resquicios de la cena de la noche anterior. Saborea cada instante de malicia perpetuada y cierra los ojos para contemplar, entre imágenes borrosas, su figura deshecha ante el espejo, su encía sangrante, su cuerpo estremecido por el frío y la soledad. Una agonía distorsionada por sus propios ojos, alcoholizados y aún doloridos a causa de una desazón descontrolada y un vómito abominable y una locura ya conocida. Se palpa los labios y nada siente más allá de un cálido estímulo de deseo, impregnado en su propio ser, que se estremece al imaginar más sangre y más dolor, lágrimas y hasta muerte a su alrededor.

Ella dejada en algún lugar inhabitable pero alcanzable donde soñar fuese siempre gratis.

Elisa Pont