
«Take it easy», de Federico Salsi (Haití)
Miren a los niños. Aunque se les vaya la vista al azul potente del cielo, despejado pero provisto de unas cuantas nubes amenazantes, como de tormenta tardía y leve. Parece de día y aún así el sol está escondido, puede que a este lado, donde el fotógrafo con los pies embarrados. Olvídense de ese verdor a rachas de la naturaleza, de los árboles y de los matorrales, de toda esa ingente cantidad de plantas verdosas, oscuras como de bosque pero también claras como de selva, que crecen sin contemplaciones por esa anegada e inservible carretera en el que alguno podría perderse y no volver. O al menos tardar en hacerlo.
No caigan en la simpleza de concentrarse en el hombre situado en primer plano, con esa camisa blanca tan impoluta, tan impropia del campo, y que al mismo tiempo parece no desentonar con el conjunto de la fotografía, quizá por la furgoneta del fondo, también blanca. Insisto. No se dejen llevar por esos brazos musculosos que empuñan una azada, ni tampoco por la figura esbelta del compañero de atrás que también con brío pero quizá con menos fuerza, incluso puede que con menos destreza, se afana en aplanar la tierra. Pienso que la obligación, las prisas y hasta el calor les impiden levantar el rostro, percatarse de lo que pasa a su alrededor, como por ejemplo de esta fotografía. ¿Sabrán de su existencia? Les pido, si me dejan, que eludan mirar el agua estancada, el casi reflejo de la furgoneta en el charco central, las rocas que se acumulan en los extremos de este riachuelo improvisado, que mancha los pies descalzos de los niños.
Y ahora sí, ahora sí fíjense por fin en los niños, los verdaderos protagonistas de esta imagen tan vulgar, tan mundana como que podría no haberse tomado en Haití, sino en cualquier otro país latinoamericano, incluso en algún arrozal asiático o en alguna aldea africana donde el barro, como en mi casa, es amarronado y denso y a veces apesta. Qué les voy a contar del barro si seguro que alguna vez lo han pisado, ensuciándose sus zapatos o sus tacones, incluso los calcetines, y seguro que no de tan pequeños como estos niños. El de la derecha, con camisa roja y los brazos apoyados sobre la cabeza, con la mirada fija en sus amigos –o no tanto–, parece absorto en sus pensamientos, alejado del suelo, completamente ajeno a esta estampa de trabajo a destiempo. Casi diría que tiene el ceño fruncido, entre enfadado e indignado por la camaradería de los otros niños que, con pose idéntica, desafían al espectador. Uno porque observa atento el trabajo de desescombro del hombre y su azada, un pie hundido en el charco, el otro con barro reseco ya adherido a la piel; y el otro porque nos interpela directamente, con un semblante de extrañeza y de curiosidad repentina, pero también con cierta desconfianza, como si ninguno de nosotros estuviese invitado hoy, que es ya mañana. Y por último, el pequeño del fondo, de espaldas, que lleva una camisa por vestido y que también anda descalzo, investigando el mundo insolente y peligroso que le rodea. Su rostro seguirá siendo un misterio.
Esto es Haití hoy, señores, donde los niños siguen siendo niños y siguen pasando hambre y frío y miedo. Donde la vida sigue asustando tanto como ayer.
Elisa Pont