Cuando se invierten los términos

La dependencia tiene tipologías y a veces incluso grados. No sé de donde he sacado esta idea. Quizá me surgió anoche mientras veía Arrugas, la adaptación cinematográfica del cómic de Paco Roca, tan dulce, desgarradora, cómica y triste a la vez. A lo mejor, el culpable de estas palabras reflexivas ha sido el joven ciego que hoy he visto caminando por el campus de la universidad. Quién sabe, a estas alturas ya no sé qué creer.

Pero, vayamos al grano. Me reafirmo en lo que he dicho anteriormente: la dependencia tiene tipologías. Por un lado, nos topamos con la dependencia física, que nunca es deseada y casi siempre tiene un final dramático. Por otro, aparece la dependencia emocional que hasta cierto punto puede ser atractiva pero, en grandes dosis, puede provocar situaciones peores que la anterior.

Depender de alguien físicamente, en el sentido literal de la palabra, comporta sacrificios para ambos, tanto para el dependiente como para la persona que le acompaña, le cuida, suele protegerle y siempre necesita. La necesidad, otro término siempre asociado al de la dependencia, es para todos vital aunque en diferentes disciplinas y ámbitos.

Pero, ¿qué ocurre cuándo todas estas características emergen en el campo de la dependencia emocional? Las necesidades –porque también las hay– se desvirtúan, puede que pierdan sentido e incluso importancia. De pronto, estamos inmersos en una vorágine de constantes altibajos, de una inestabilidad tan acentuada que nos pierde y nos deteriora. Y ya no sabemos a dónde ir, qué hacer o, peor incluso, cómo. Porque todo, absolutamente todo, pasa a depender de esa otra persona. La autonomía, en un segundo plano.

Podría concluir diciendo que el término medio reposa en el equilibrio entre la dependencia y la individualidad de uno mismo. Pero eso sería dar por bueno otro término todavía desconocido.

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Fuente: El Roto, publicado en el diario El País

Elisa Pont